JOSEFA (cuento corto on line)

 Arnaldo MARTINEZ es abogado (UBA, 1997) y Procurador (CSJN año 1995) y MBA (Máster en Administración y Dirección de Empresas, Univ. Isabel I de Castilla, Burgos – España).

JOSEFA

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-I- La calle estaba muy fría.

Apoyar la panza sobre el piso helado de la vereda no era lo más grato que podía pasarle a una perrita.

Sobre todo si estaba en celo, sangrando con los malestares que ello implica y con numerosos arañazos, magulladuras, alergias y el hambre que causaba estar en la calle sola sin un dueño.

Sólo quedaba estar en este rinconcito de la avenida Cabildo en esta puerta de esta casa que parecía abandonada por lo sucio de su entrada y esperar que la vida se empiece a apagar de a poquito.

Morir era una buena opción. El dolor de las mordeduras que le había hecho el perro con el que se había cruzado hace un par de horas aún persistía.

Por suerte parecía que la herida en la oreja había parado de sangrar. Ahora se sumaba la sed.

En esta cuadra parecía que no había ningún charco de agua en el cual poder meter el hocico y mojar la lengua.

Josefa no sabía como se había perdido. No sabía, en realidad, como había llegado a este lugar.

Bueno, en realidad, sí lo sabía.

La naturaleza. El celo la había hecho separarse del cartonero que la había adoptado hace un par de semanas atrás.

Alejarse del cartonero para acercarse a ese labrador que estaba alzado y que había sentido su olor a hembrita en celo, había hecho que perdiera de vista al que la había alimentado con restos de pizza y frutas podridas que había conseguido en los tachos de basura del barrio.

El linyera, al menos, no le había pegado y no parecía que le molestara su presencia. A diferencia de sus anteriores dueños.

-II- Con sus anteriores dueños, tenía una casa.

Al poco de nacer fue separada de su madre y fue regalada como mascota para una criatura de cuatro años en una casa cercana adonde estaba su mamá.

Josefa era un perrita negra con aspecto de labrador pero cuerpo de salchicha. Parecía una extraña mezcla de labrador con salchicha con una carita muy linda y un aspecto de cachorrita que mantendría a lo largo de su vida.

El único problemita con Josefa era que no le habían enseñado a obedecer y tampoco a jugar con una nenita de cuatro años, lo que provocaba que el dueño de casa la pateara y la golpeara.

Los primeros meses era un muñequito más que pasaba, de mano en mano, de cuanta visita llegara a la casa.

Cuando las visitas no estaban, estas falsas caricias, se transformaban, en golpizas que le propinaba el dueño de casa cuando bebía y que también golpeaba a su esposa y a veces a la chiquitita para descargar la frustración de una vida que él consideraba chata y aburrida.

Los problemas comenzaron cuando Josefa debía quedarse en casa. La soledad aterraba a Josefa. Así fue como el llanto y los ladridos comenzaron a molestar a los vecinos y más aún al dueño de casa.

-“Qué esperaban?”- se preguntaba Josefa. “Si tengo la garganta sana ¿Qué quieren? ¿Qué me quede calladita?”-.

Los almohadones del modesto sofá del living de la casa habían sucumbido a los dientitos y a sus afiladas uñas.

Parecía un juego o un capricho, pero… “¿qué hacer para calmar los nervios cuando una se queda solita?”.

En esa casa la llamaban “negrita”, pero el papá cuando estaban solos la llamaba “negrita de mierda”.

Y luego, llegó el calor. Llegó el verano.

La familia había conseguido que un compañero de trabajo de papá los invitara a su casa en la costa. “¡No tenían que pagar nada!”. “Qué bueno” pensó el papá, ya que con la plata que ganaba en la fábrica no podía haber costeado las vacaciones familiares.

Hacía años que con su mujer no pisaban la arena de la costa atlántica argentina así que la casa en Las Toninas, que el compañero de trabajo se ofrecía a compartir -en la medida que se ayude con la comida- venía bárbaro.

El problema era Josefa (la “negrita”).

Pero, “¿qué problema podría ser? ¿Cuántos perros había en la calle?” Y sobre todo en el barrio donde vivían. Ninguno de ellos había muerto. Al contrario, seguían ahí dando vueltas. Alguien les daría de comer.

Para evitar cualquier queja de su mujer -un día que ella volvía tarde de la casa que debía de limpiar en la Capital- el padre muy determinado salió a dar una vuelta con Josefa. Para la familia, Josefa “se habría perdido“.

Y mejor aún. Su mujer no tendría que limpiar la caca que Josefa (o la “negrita”) dejaba en el patio de la casa. Le ahorraría un trabajo.

Así que, ni lerdo ni perezoso, el papá agarró a Josefa (“la negrita“), rumbeó para la estación y esperó al tren para la Capital que en 15 minutos llegó y los vio subirse a él y a su mascota.

Josefa estaba muy contenta. Era la primera vez que el dueño de casa la sacaba a la calle. Podía ver a otros perritos, pero por sobre todas las cosas, estaba contenta de poder compartir algo con el lider de su manada, y que la hacían olvidar las patadas que le había propinado con anterioridad.

No entendió porqué subieron a este extraño aparato que hacía un ruido infernal y al cual se subía mucha gente.

Lo que recuerda es que bajaron en una estación y queriendo comer una galletita que estaba en el suelo, ya no sintió el tirón de la correa.

Que lindo era sentirse libre de la correa en el cuello.

Se volvió para mostrarle a su dueño lo contenta que estaba, pero… “¿Dónde estaba su dueño?”.

Tantas piernas que pasaban por al lado de su cuerpito pero ninguna de ellas de su dueño.

Pensó que era un juego. Un jueguito que empezó a tardar demasiado.

El dueño no aparecía.

-III- El lider de la manada había desaparecido para siempre.

Pasaron tres horas. Josefa tenía hambre y entre toda esta gente, no había ninguna cara ni olor conocido.

Salvo ese hombre que tirado en el suelo de la estación la saludaba.

El hombre parecía muy sucio y tenía un olor pestilente, pero al menos le ofreció un pedazo de pizza que acaba de conseguir de la basura. Josefa se acercó temerosa. ¿Será una artimaña para hacerme algo?- se preguntó Josefa.

El hombre seguía sosteniendo la porción de pizza en su mano. Josefa se acercó con mucha cautela. Le dio un mordiscón rápido a la porción. La pizza fría era lo primero que comía en varias horas.

Viendo que el hombre nada le hacía, se acercó con un poco más de confianza. Agarró la porción con su hocico y se dedicó a saborearla por completo. No importaban los honguitos verdes que estaban fijados a la muzzarella. El hambre podía más.

Aquel labrador estaba en celo y la perseguía con insistencia, pero parecía demasiado grande para ella.

Era el tercer día que estaba con el cartonero y, al menos, dos veces al día algo se comía.

La primer noche la diarrea fue tremenda, lo que le produjo más hambre aún, pero al menos, al día siguiente, el ciruja le convidaba alguna empanada que le había quedado de la basura de la noche anterior que apagaba un poco el hambre.

Se acercó, curiosa y a su vez temerosa, al labrador que había intentado acercarse primero a ella (a pesar de los esfuerzos de su dueño para evitar el contacto).

El labrador tenía una piel reluciente que contrastaba con la piel sucia, lastimada y carcomida por las pulgas de Josefa.

El labrador, si bien estaba alzado, sintió casi la misma repulsión que su dueño al tener tan cerca a Josefa y alcanzó a morderle la oreja. Un instinto de excitación y repulsión se mezclaron en el labrador que hicieron que Josefa a pesar de su celo, tuviera que alejarse para no ser más lastimada aún.

-IV- La parejita se acercó a Josefa.

Ella intentó levantarse, pero sus huesos no colaboraban con las órdenes que emitía su cerebro. El muchacho le dejó un poquito de comida cerca del hocico acercándose con una lentitud extrema. Josefa recordó a su amigo el ciruja, pero el hambre pronto le nubló cualquier recuerdo que pudiera venirse a la memoria.

El alimento balanceado humedecido con la salsa del “Pedigree” que le acercaba aquella mano era un manjar y era lo mejor que había comido en su corta existencia.

Pudo ponerse en pie. El joven se alejó y volvió a poner comida a cinco metros de ella invitándola a acercarse. Luego de dos minutos en que Josefa entendió el mensaje que se le quería dar, comenzó a acercarse muy lentamente hacia esa porción de manjar que se le ponía en la vereda de la Avenida Cabildo.

Ingirió nuevamente otra pequeñita porción y vio que el muchacho volvía a poner otra nueva a cinco metros llevándola hacia la esquina de Avenida Cabildo y José Hernández. Las próximas porciones el muchacho las fue colocando, cada vez con más distancia entre sí, a lo largo de la calle José Hernández por cuatro cuadras.

Finalmente, la última porción fue dejada en las escaleras de un edificio mientras la pareja dejaba la puerta del edificio abierta, invitándola a entrar.

Esto era un mundo nuevo. Atrás habían quedado, el anterior dueño golpeador, el ciruja, el labrador…

Ante la duda de Josefa, el muchacho la agarró, cuando menos lo esperaba, y la hizo entrar al ascensor, llevándosela a su departamento.

Una nueva porción apareció en el balcón del departamento y Josefa -esta vez sin dudar tanto- se acercó a probarla.

Al rato aparecieron unos cartones en el balcón que simulaban un techo y una colcha de lana en el suelo y los jóvenes que invitaban a Josefa a recostarse en ella.

La primer noche, el chico que la había traído a su casa, la miraba –acostado en el suelo- desde el otro lado del vidrio y se durmió mirándola ante el llanto de Josefa por la incertidumbre de no saber que iba a pasar.

Josefa tenía la panza llena, no faltaba agua, la diarrea había disminuido y la colcha que se le había puesto en el balcón era lo bastante mullidita y calentita como para hacerle olvidar lo fresca que estaba la noche en esa nueva casa.

El techito, hecho con cajitas de cartón, servía como refugio y por primera vez las estrellas y el cielo negro no pegaban en forma directa sobre su cabeza.

El sol despuntaba. El chico ya no estaba del otro lado del vidrio. Josefa estaba sola de nuevo. –“¿Que quedaba si no empezar a llorar?”-

De repente, otra cara apareció abriendo la puerta del balcón. ¡Era la chica de ayer! La chica le dijo: -“¡Vamos, Josefa!”-.

Que querrá decir Josefa”-, pensó el perrito. Pero pronto entendió que la habían bautizado (ante la insistencia del nombre “Josefa” que la chica repetía una y otra vez)) y el ademán de que se levante con el “vamos”.

¡No!”- Pensó Josefa. “Me vuelven a llevar a la calle. No. ¡No vuelvo!

La chica insistía. “-¡Vamos Josefa, vamos Josefa!

-“¡Si, si! Ya entendí que Josefa ahora es mi nombre” pensaba Josefa. Pero igual. No iría a ningún lado.

La chica la levantó en brazos. Bajaron a la calle. Bajó a Josefa al suelo, pero ésta no se movió. Josefa se empacó. Ningún movimiento. La chica tiraba y tiraba de la cuerda, pero Josefa no se movió ni un milímetro.

La chica levantó a Josefa y se la llevó al veterinario.

Josefa ya estaba desparasitada y libre de pulgas y garrapatas. Recibió el primer baño con espuma de su vida y se aterró cuando la quisieron secar con esa infernal máquina de calor, pero al fin todo ese fenomenal ruido terminó y con un perfumado olor Josefa regresó a su nueva casa.

Al final de la tarde, el chico -que se había quedado dormido con ella del otro lado del vidrio- regresó con una cucha térmica de plástico que colocó en el balcón.

Josefa en ningún momento quiso probar su nueva “cucha”. ¿Para que tanta molestia?- pensó Josefa.

La alfombrita del baño estaba mullidita y el baño era calentito.

-“¿Quién se quería morir ahora?”- pensó Josefa.

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