APOLO
Darío volvía a su casa, luego de un día agotador. El subterráneo demoraba en llegar a la estación. Al menos allí había algo de calidez para protegerse del frío de esa tarde de invierno. Las caras de cansancio de gente que salía de sus trabajos no eran precisamente las caras que se veían en el cartel que promocionaba una “escapada al caribe” en 12 cuotas con gente bronceada, anteojos de sol y corriendo de la mano por una playa de aguas turquesas y arena blanca como la harina.
Una vez que llegó la formación, Darío contempló el mar de grafittis que cubrían el exterior del vagón que arribaba. Desde su cansancio, sólo pudo pensar: “pendejos de mierda…porqué no se van a pintar….”.
Subió al subte, abarrotado de gente, e intentó no pensar en nada a pesar del infernal ruido del vagón, el chirriar de los frenos, la marea humana que lo rodeaba y tener que estar atento a que un punga no le meta las manos en los bolsillos para robarle el celular.
Iba caminando tratando de no pisar las defecaciones caninas que cubrían la acera y un nuevo malestar lo inundó. No podía mirar hacia el cielo para relajarse.
Todo el día encerrado en esa bendita oficina, compartiendo nueve horas de su vida con gente a la cual no había elegido para compartir tanto tiempo y ni siquiera podía mirar hacia el cielo, ahora que “era libre” para intentar relajarse, dispersarse. No. No podía hacerlo. Tenía que estar atento al suelo, no quería pisar las deposiciones de los perritos del barrio que inundaban las veredas por las cuales tenía que transitar para llegar a su casa esa fría noche de invierno.
Al fin llegó a su casa. Pero esta vez, había algo raro. No parecía su casa.
No. ¿Cómo iba a parecer su casa si no estaba pintada como él la había pintado dos años atrás?
No. El tampoco había elegido estos colores fosforescentes que ahora estallaban desde el frente de su casa y de su puerta.
La puerta estaba toda graffiteada con inscripciones que él no entendía.
Un nuevo problema.
– “Al que sea lo mato. ¡Lo mato!-” gritó Darío desde su indignación.
Su mujer intentó calmarlo. Darío estaba fuera de sí.
– “Te va a hacer mal”.- le decía Susana.
-” Voy a comprarme unas cervezas-” le dijo a su mujer.
-”Esperá, te acompaño-” le respondió Susana intentando que se sienta acompañado.
Darío salió sin campera. La rabia le había hecho olvidar la temperatura. Susana agarró la campera que estaba sobre el sofá cerca de la puerta y salieron.
En la puerta, Darío se encontró con su vecino, mientras Susana seguía caminando.
Sin mediar palabra, su vecino extrajo una pistola y se la mostró. Le dijo: -”si a mi me hacen lo que te hicieron a vos, lo liquido”. Luego agregó con un gesto amenazador. -”Si descubro también quien te hizo esto, olvidate….es historia”.
Darío, a pesar de su alienación, no podía creer la conversación que estaba manteniendo, o en realidad, el monólogo que estaba escuchando.
Luego, trató de recordar lo que le había respondido a su vecino pero, dado lo insólito de la situación, sólo creyó recordar que le había dicho algo parecido a “gracias”.
En eso, y luego de haber dejado a su vecino hablando solo, escuchó que Susana hablaba con alguien.
-”Estás solito? ¿Dónde está tu dueño?”–
“¿Y ahora que pasa?” pensó Darío…”¿Qué pasa, por Dios?”
Se dio vuelta, pero no pudo hacerlo. Una masa negra, maloliente y enorme con cuatro patas se le abalanzó y lo abrazó, dejando su hocico húmedo a la altura de su boca.
-“¡Aghhh!!-” fue la onomatopeya que apenas pudo musitar. Darío no pudo abrir más la boca ya que no quería que una lengua larga de perro callejero entrara hasta su campanilla. -“¡¡¡Dios!!! Qué es esto??”-.
El perro de aproximadamente un metro de alto estaba parado en dos patas con las otras dos apoyadas en el hombre de Darío y compartía con él su penetrante aroma a perro mojado y sucio.
Susana sólo pudo sonreír y apenas alcanzó a decir -“parece que le gustaste…”-.
Darío, tuvo que aclarar sus pensamientos con una ráfaga de lucidez: Susana estaba embarazada, la otra perrita “Clarita” -que habían encontrado en la calle un par de meses atrás-, el escaso tamaño del PH que habitaban los tres –y próximamente los cuatro- pero sobre todo el enorme tamaño del can que ahora se apoyaba sobre sus hombros lo hicieron reaccionar.
–“Susana, por Dios! Saquémonos de encima a este animal! No podemos tener otro perro más!!! Y menos con tu embarazo!”-.
Una parejita que se estaba besando en la puerta del Colegio al lado de la casa de Darío y que había dejado de hacerlo para observar el extraño encuentro, les preguntó: -“¿Se lo encontraron?”-.
-“Sí, ¿Lo quieren para Ustedes?”- preguntó rápido Darío.
-“No. No puedo, ya tengo tres de la calle. Mi vieja me va a matar, si llevo otro.”- dijo el jovencito.
– “Y a mi, mi mamá no me deja tener perritos”- dijo su noviecita.
– “Pero, esperá. Te puedo ayudar a encontrarle una casa”-. Y dicho y hecho el jovencito comenzó a teclear en su IPhone y a hacer numerosos llamados.
Darío se olvidó de los grafittis que súbitamente habían cubierto las paredes y la puerta de su casa y de las cervezas. Vio la cara de preocupación de Susana, la energía que gastaba la parejita de jóvenes para intentar ubicar al perrito y no le quedó más remedio que apaciguarse y empezar a buscar por el barrio a ver si alguien quería “adoptar un perrito”.
Un nuevo problema.
Eran las 11 de la noche. Varios vecinos ya habían sido “timbreados” y recibido la visita de una parejita de jóvenes y un muchacho y una muchacha embarazada con un perro enorme y alborotado.
Todos habían dicho que no. No necesitaban otra boca y, menos aún, un cuerpo tan grande con una energía desbordante para alimentar.
El jovencito, de repente, dijo: -“ya se. Tengo una amiga a la que le grafitteo para su local partidario que nos puede guardar el perro por una noche”-. “La amiga” a la cual se refería el jovencito era una líder del Partido Humanista y el local estaba en Villa Adelina, a 24 kilómetros de donde estaban.
Luego del llamado de rigor, tanto el jovencito –Alexis- como Darío partieron en el automóvil de este último hacia Villa Adelina al local del Partido Humanista con el perro en el automóvil, atrás.
El perro, al que la chica del local partidario bautizó “Apolo”, pasó la noche en el local con la condición de que al día siguiente se lo retirara.
El local de tres por tres metros sirvió de techo al can que tuvo, al menos por esa noche, comida balanceada -que aportó Darío- y un tachito con agua.
La mañana siguiente trajo dos grandes sorpresas para Darío.
La primera, que a las 9:30 de la mañana ya estuviera Alexis tocando el timbre de la puerta de su casa para ir a buscar a Apolo a Villa Adelina.
La segunda, que luego de un viaje de cuarenta minutos y al llegar al local partidario, hubiera una comitiva de vecinos pidiendo que se lleven al perro que había ladrado y aullado toda la noche y les había perturbado el sueño, no dejándoles pegar un ojo.
La chica del Partido Humanista llegó para abrir el local, pasando entre la turba, levantó la persiana del local y liberó a Apolo quien salió como cohete y se abalanzó sobre Darío llorando y gimiendo como un chico perdido que de repente ve a su mamá.
Por la velocidad con la que Apolo se subió al auto y con la que arrancó Darío, los vecinos indignados no pudieron increpar ni golpear a los humanos y al cánido que les había provocado esa noche de insomnio.
Un nuevo problema era ahora: “adonde llevamos a Apolo”.
Darío recordó que en algún momento habían sido, junto con Susana, colaboradores de una Protectora de Animales. Sin embargo, la vez que encontraron un perro en una estación de tren y lo quisieron dejar en la Protectora, el perrito fue no fue aceptado por “falta de lugar”.
Darío dijo: -”Vamos a intentarlo. No importa. Vamos con el perro hasta ahí, a ver que me dicen esta vez”-.
En la Protectora, y luego de treinta minutos de charlas y de idas y venidas, Apolo finalmente fue aceptado y pudo encontrar un nuevo techo.
Darío se decidió a comprar algunos souvenirs (comida balanceada, mantitas para perros y otras baratijas más) en agradecimiento a la Protectora que cobijaría a Apolo. Darío se dirigía a la puerta y ya se estaba por ir, luego de efusivos saludos, cuando comenzó el griterío dentro de la Protectora.
– ¿… Y ahora? ¿Qué pasaaaaa?-
Apolo había saltado la protección de la jaula para los animales en cuarentena donde lo habían puesto y corría de un lado a otro alborotando a todos los demás canes, creando un batifondo de ladridos que retumbaba en los caniles estremeciendo no sólo a la Protectora sino a todo el barrio.
Darío no lo podía creer. Cuando parecía que la historia de Apolo comenzaba a llegar a su fin, la Directora de la Protectora le dijo que debía llevarse al animal ya que no iba a haber celda que pudiera contenerlo.
-”Y ahora que hago?“- le preguntó a la Directora mientras con Alexis se miraban descorazonados.
– “Mirá hoy es jueves santo y ya es tarde. El único refugio que te lo puede aceptar hoy está en Florencio Varela. Llevalo ahí, te cobrarán una suma por día y mantenelo en el pensionado hasta que le encuentres una casa”- le dijo la Directora.
Darío y Alexis partieron nuevamente con Apolo. Esta vez hacia Florencio Varela, distante a unos 40 kilómetros.
A Apolo parecían gustarle los viajes, contemplaba el paisaje que bordeaba la ruta 2 como si estuviera acostumbrado a viajar en automóvil y hasta parecía que casi se le dibujaba una sonrisa en su rostro.
Al llegar, ya era de noche, y fueron recibidos por el dueño de la pensión quien, previo cobro de la tarifa, recibió finalmente al perro.
En el camino de regreso, Alexis le explicó los significados de algunos grafittis a Darío y éste le contó lo que le había pasado.
Alexis, le dijo que estaba mal lo que le habían hechos los grafitteros a su pared y a su puerta. Lo correcto era pedir permiso antes de escribir o pintar una pared.
“No tienen códigos” le dijo Alexis, sin terminar de creerse lo que le estaba diciendo a Darío. Luego le enseñó que las siglas “BFG’s” significaba “Bajo Flores Grafittis” y otras inscripciones que aparecían en las paredes que para cualquier mortal podrían no tener significado alguno.
Alexis agregó que él trabajaba sólo y que muchas veces le pagaban con restos de pintura que a él le servían para realizar los dibujos que él quería.
Entrando en confianza, Alexis le confió a Darío que el incidente del perro le había venido bien la noche anterior ya que no había tenido dinero para invitar nada a su novia y de paso quedaba como una persona “muy humanitaria” intentando ayudar a un perrito perdido. Los veinte pesos que tenía en esa ocasión en su billetera no alcanzaban para pagar ni siquiera un agua mineral y menos aún comprar un helado o un café.
Darío se acordó de su adolescencia cuando tampoco le abundaba la plata para invitar a las chicas. Recordó cuando la plata que le prestaba su madre sólo alcanzaba para dos helados; siempre y cuando la cita no se repitiera dos días seguidos.
A Darío lo conmovió este recuerdo, y si había algo que perdonarle a este “grafittero”, él se lo perdonaba.
Antes de despedirse, Darío le dio cien pesos a Alexis, que no los quiso aceptar, pero luego de la insistencia de Darío y para no hacer más embarazosa la situación, Alexis tomó el dinero y se lo guardó. Luego se despidió y se bajó del auto en la esquina de su casa donde lo dejó Darío.
Al día siguiente, dos tiros pertubaron la paz de vecindario. Darío se despertó sobresaltado. Gritos, corridas, sirenas y un patrullero llegaban hasta la puerta del vecino.
Darío se levantó, pero la mano de Susana lo frenó.
– “Dónde vas?”-.
– “No escuchás todo el lío que hay afuera?”-.
– “No podés salir así. Hay policías, mirá si mataron a alguien”-.
Darío se soltó de la mano de Susana, se puso una campera arriba del piyamas y abrió lentamente la puerta del frente de su casa.
En estos días, la vida no dejaba sorprenderlo.
En el suelo estaba Alexis, el chico del día anterior, con sangre saliendo de un agujero que tenía en su cráneo y otro chorro de sangre que salía de su estómago. Estaba tirado con una lata de aerosol en la mano.
El vecino de Darío estaba esposado y encapuchado por lo que no podía vérsele el rostro. Un policía estaba llamando por celular mientras realizaba anotaciones y los demás vecinos comenzaban a salir de sus casas y otros peatones filmaban el cuerpo tirado de Alexis con sus celulares.
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Arnaldo MARTINEZ es abogado (UBA, 1997) y Procurador (CSJN año 1995). Fue asesor legal, procurador y apoderado legal del Consejo Profesional de Ciencias Económicas de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (1997-2015). Es Especialista en asesoramiento empresario (UMSA 2011-2013). Tiene una Certificación de la Universidad de Harvard (USA) en “Justice” (“Justicia”, año 2018), una Diplomatura en Derecho Privado (UAI 2015), una Certificación de la Universidad de Navarra (España) en “Derecho Anglosajón” (“Common Law”) “Life of the Law“ (2017), una Certificación de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso en “Negociación y Resolución de Conflictos” (2017), y una certificación en “Historia de la Etica” de la Universidad Carlos III de Madrid (2018). Asimismo, tiene un Posgrado (Diploma “Cum Laude” con honores) en Relaciones Públicas y Publicidad en la Universidad Isabel I de Burgos (España, año 2017) y una Certificación de la Universidad de Alacant -Alicante, España- en Monetización Web (2017) y otra en Digitalización del Comercio Internacional de esa misma Universidad. Cursando actualmente el MBA en Dirección y Administración de Empresas en la misma Universidad. También tiene una Certificación Universitaria de la Universidad Isabel I de Burgos (España) en Business English Program (2017) .