CUENTO: FANTASMAS EN DUBLIN

FANTASMAS EN DUBLÍN ©

Arnaldo MARTINEZ es abogado (UBA, 1997), Procurador (CSJN año 1995) y MBA (Máster en Administración y Dirección de Empresas, Univ. Isabel I de Burgos, España). Fue asesor legal, procurador y apoderado legal del Consejo Profesional de Ciencias Económicas de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (1997-2015).

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I. CARLOS ALBERTO: Carlos Alberto terminaba de cruzar el río Liffey, dejando atrás el puente O’Connell y empezaba a transitar la avenida del mismo nombre en la parte norte de Dublin. La avenida O’Connell era una de las más transitadas, amplia y ancha de la ciudad; sin embargo no era muy larga.

Mientras caminaba, Carlos Alberto recordaba a su San Juan de Lurigancho en el Perú, uno de los barrios más peligroso de Lima y en el que había forjado  su personalidad. Mucho tiempo había pasado, sobre todo cuando Edgar, ese hombre de Miraflores, le había ofrecido ir a Buenos Aires a buscar una “vida mejor”.

La vida mejor no se vislumbraba en el horizonte. Si bien estaba rodeado de compatriotas, el caserón que había sido usurpado por sus coterráneos en el barrio del Abasto, lejos estaba de ser un hotel, al menos, de una estrella. El baño compartido sin agua corriente, las ratas que rondaban el lugar, el peligro de que la policía intentara desalojarlos, pero lo que había sido peor: sumergirse de lleno en el mundo de las drogas.

Carlos Alberto ya había hecho algunos trabajitos como punguista en Lima, pero nunca había pensado que tendría que dedicarse exclusivamente a ser “limpiabolsillos” para sobrevivir en Buenos Aires.

El subterráneo de Buenos Aires, pero sobre todo la línea B del subte, pasaron a ser su “lugar de trabajo”. Sus “viajes” entre las estaciones Carlos Gardel y Callao eran tan frecuentes casi como la misma frecuencia del subte.

Allí, esperando. Siempre a la espera de algún “descuidado” (algún joven que fuera escuchando música con auriculares) o de alguna persona mayor (los más fáciles de robar). Siempre había algún “premio”, sobre todo en las horas pico cuando el subte se llenaba e incluso los más precavidos cedían en algún momento y dejaban de apretar sus billeteras o carteras.

El modus operandi era siempre el mismo. Cuatro compatriotas y un argentino subían empujando y aprovechando la gran afluencia de gente entre las siete y las diez de la mañana y luego por la tarde entre las diecisiete y las veinte. Allí comenzaba el show de las manos que se deslizaban por cuanto bolsillo, campera, cartera, pantalón pudiera contener algo sustancioso.

Ya se había acostumbrado a esta “vida fácil” en cuanto a que le permitía tener siempre dinero, pero no le gustaba la parte en la que tenía que compartir parte del botín con drogadictos y con el argentino -“propietario” de la casa usurpada y quien tenía los contactos políticos para frenar cualquier desalojo- y sobre todo los golpes de la policía cuando salía a la superficie.

Lo de él era la cerveza. La Pilsen era su compañera todas las noches. La Rica Vicky, el lugar donde la conseguía, El bar que alguna vez le había presentado a Solange, la travesti peruana que lo había encandilado -mientras duraba el efecto de la cerveza y que le hacía odiar su vida cuando desaparecía-.

¿Cómo había venido a parar a Dublín? Sí. El lo sabía bien. Nunca iba a olvidar la golpiza que recibió esa vez que le robó la billetera a la esposa de ese policía. Se juró que nunca más ningún policía le iba tocar un pelo.

Hasta ahora no le había robado a nadie en Dublín. Seguía firme la promesa de Wilson, aquél otro peruano que lo había traído y le prometía que aquí conseguiría los euros para ayudar a la familia que aún quedaba en San Juan de Lurigancho, su madre y una hermana,  con un trabajo “decente” en alguna obra en construcción. No había recibido aún el llamado que esperaba. Wilson, no tendría aún los papeles que le había prometido.

Nada entonces tenía que hacer en la calle. Volvería al hostel que le había pagado Wilson y que -al menos por una semana- tenía pago.

Cuanto hace que no me echo una siestita” se dijo. Recordaba las siestas en su barrio luego de algún “trabajito matutino” y, al no saber hablar inglés, ¿que otra cosa podría hacer aquí en este lugar tan lejano y sin nadie con quien hablar?

La habitación era enorme, repleta de camas cucheta, pero estaba vacía. La cantidad de turistas a la noche era infernal. La habitación cuando se llenaba de los turistas que venían sólo para dormir, le hacía acordar al Estadio de Lima cuando se jugaba el clásico Universitario vs. Alianza Lima.

Se sintió tentado de abrir alguna mochila suelta. No había nadie en la habitación. Seguro que alguno de los gringos tendría algún Ipod, alguna notebook, algún celular, pero adonde lo escondería? Si llegaba la policía e iniciaba una requisa, ¿qué haría?

-“Qué confiados estos gringos” – pensó.

Comenzó a probar en las cerraduras de las mochilas. Una que se encontraba bajo una cama a dos literas de la de él, no tenía candado. Empezó a abrirla. La cerradura cedió y le permitió ver el interior de la mochila.

Allí estaban una cámara Samsung de 18 megapíxeles y una netbook.

Pensó rápido. Donde podría esconderlas. No quería que las encuentren en su mochila. No quería ir preso. Supuso que aquí las cosas serían distintas que en la Argentina. Supuso que aquí sí registrarían todo el lugar. Agarró la cámara y la netbook, las envolvió en una remera y se dirigió al baño comunitario.

El baño se encontraba en el sótano del edificio. El estado del baño era desastroso. Parecía que allí había habido un bombardeo, el agujero en el piso era enorme, las cerámicas de las paredes se encontraban salidas, los lavabos databan de hace más de 60 años con óxido en los grifos y manchas amarronadas a su alrededor.

Comenzó a buscar algún agujero en algún lugar apartado. Entró en los compartimentos de las duchas, y de repente, vio lo que buscaba: un agujero en la parte más alejada de la pared, casi lindando con el techo. Se trepó al lavabo temeroso que éste cediera pero ello no ocurrió. El agujero, uno de los tantos, que había en el baño era perfecto para ocultar el botín. Nadie se animaría a buscar allí nada, y de paso, Wilson le daría algo por ello.

Satisfecho con la faena volvió a su habitación para dormir. Tendría unas cuatro o cinco horas hasta que los turistas regresaran y el desafortunado ex – propietario de la cámara y la netbook note el faltante. Se arrojó en su litera que quedaba en la parte inferior de la cama cucheta y se durmió al instante, profundamente.

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El subte estaba repleto de gente. Sus paisanos ya se habían ubicado en sus puestos. La víctima ya había sido “marcada”. El anciano tenía una abultada billetera en su piloto y estaba más atento al vaivén del subte que a sus pertenencias. Carlos Alberto comenzaba a acercarse hacia la víctima para sustraer la billetera. De tan abultada que estaba, parecía un órgano latente. La adrenalina comenzaba a circular por todo su cuerpo. Nadie quería mirar, pero todos los que estaban alrededor de la víctima sabían lo que iba a pasar.

De repente, un hombre con aspecto de gringo, piloto gris y un uniforme que Carlos Alberto sólo había visto en películas se interpuso entre su brazo y el bolsillo del anciano.

Antes que Carlos Alberto pudiera reaccionar, el hombre del piloto gris extrajo un arma. Si, un arma. Carlos Alberto no podía creer lo que estaba sucediendo. El arma también era una que sólo había visto en películas: una ametralladora, apuntándole directo al corazón.

La adrenalina se transformó en miedo en estado puro. Carlos Alberto quiso gritar con todas sus fuerzas, pero no pudo, ni siquiera un hilo de voz pudo salir de su garganta. El dedo del gringo comenzaba a gatillar la ametralladora. Carlos Alberto, ya sin fuerzas, sólo pudo emitir un sonido que no fue ni un grito ni llanto. Solo fue el sonido del miedo…

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II. DIEGO: Diego no podía creer que estaba en el famoso Temple Bar, el distrito de los pubs en Dublin. Las cervezas Guinness ya habían hecho efecto en su humanidad. Cualquier cosa podría hacerlo reír, o incluso llorar.

La irlandesa, que estaba excedida de peso, dicho sea de paso, no lo había tomado en serio. “Perra” – pensó. Sería otra noche sin mujeres, se dijo. “Ufff! Que estoy haciendo acá entre todos estos gringos con sus putos euros” – comenzó a pensar. Tambaleando llegó hasta la puerta y sintió una mano en el hombro que lo frenaba y no le dejaba seguir caminando. No había pagado la última cerveza, entendió que le decía un malhumorado caballero en un inglés con mal tono. Buscó en sus bolsillos y sacó las cuatro monedas de dos euros que le quedaban. Pagó sin mirar a los ojos del hombre y salió a buscar un poco de aire fresco.

Se había gastado todo en esas benditas cervezas negras. Se maldijo y se dirigió al Hostel de la calle O’Connell.

La cabeza le daba vueltas. No sabía que hacer. No había chicas a la vista, y si las hubiera habido, ¿qué les diría? Un extraño en plena calle a la noche haciendo preguntas tontas como excusa para terminar en la cama con alguien.

Esto no era Ituzaingó, el barrio donde se había criado en las afueras de Buenos Aires. Allí había conocido a su primer novia, su primer amor, un beso dado a las apuradas y al que casi no le sintió el sabor. Todo muy rápido. En una semana ya era “el novio” de Alejandra.

Al principio, era la envidia de sus amigos. Muchos de sus compañeros de fútbol se preguntaban como se había conseguido una novia. No porque Diego fuera feo, sino porque recién algunos empezaban a recorrer el camino de la vida y la inexperiencia dificultaba el acercamiento al sexo opuesto.

Diego, se daba cuenta de esto y sacaba provecho de su “status” de novio oficial con sus amigos. El les daba consejo sobre las chicas, sus gustos y todos lo escuchaban, con cierta envidia, pero admirados de la repentina “sabiduría” de su amigo.

Y de repente, el vuelco. Alejandra quedó embarazada. Dieciséis años tenía cuando esto ocurrió. Alejandra dejó el colegio y le exigió a Diego que comience a buscar trabajo y que cumpla el papel de padre que ella esperaba de él. Al principio, parecía un nuevo “logro” frente a sus amigos. Pero, de repente todo comenzó a cambiar y a ponerse denso. El papá de Alejandra comenzó a hacer insinuaciones como que Diego “no se ponía las pilas”, “no estaba a la altura de las circunstancias”, “no tenía un trabajo”, “era más grande, como no había previsto esto”, “como iban a mantener a la criatura”.

Alejandra también repetía estos argumentos, luego apareció la madre de Alejandra. Todos repetían las mismas frases, y en cada una de ellas estaba involucrado Diego.

El padre de Diego no decía nada. El alcohol atenuaba cualquier circunstancia que pudiera haber afectado emocionalmente a cualquier otra persona. Su esposa había fallecido cinco años atrás y aún no había podido recuperarse –alegaba él-. Lo cierto es que el alcohol ya había ingresado en su vida, diecisiete años antes, la primera vez que había quedado desempleado y justo con el nacimiento de Diego.

Así que al padre de Diego no le sorprendió cuando su hijo le informó que se iba a ir del país. Que estaba cansado, que Argentina no le ofrecía oportunidades y que encima sentía mucha presión de la familia de Alejandra.

Diego entró al hostel, se dirigió a su locker, extrajo su cepillo y la pasta de dientes, y rumbeó para el baño de hombres.

Todavía mareado, y una vez efectuado el correspondiente enjuague bucal, se acomodó en su cama y se durmió.

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Alejandra estaba más linda que nunca. Se había maquillado, su sonrisa resplandeciente de niña/madre iluminaba la habitación. La enorme panza de embarazada ya no estaba. Alejandra le señalaba con su mano que espere, que no se vaya. Adonde se iría? –pensaba Diego- si se sentía tan bien en esa habitación.

Alejandra volvió tenía algo en sus brazos arropado con una sabanita y que llevaba con sumo cuidado. Diego sonrió, extendió sus brazos y de repente un brazo lo frenó. La fuerza que sintió fue descomunal, levantó la vista Alejandra ya no estaba. Un hombre con un piloto gris y vestido con uniforme de la segunda guerra mundial lo miraba con un odio que jamás había sentido. El hombre estaba armado y extrajo un revólver de un bolsillo interno de su piloto. Diego no lo podía creer, no sabía que hacer. Cualquier instante de racionalidad se esfumó. Sólo deseaba desaparecer de allí, ¿pero para donde correr? Comenzó a correr en dirección opuesta al soldado de aspecto europeo que a esta altura ya le estaba apuntando a su humanidad, en la desesperación y pese al miedo sintió una voz en alemán que le gritaba. Diego atinó a darse vuelta y sólo vio el revolver que apuntaba a su cabeza y el dedo en el gatillo. En ese momento dio un grito con toda la fuerza de sus pulmones.

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III. WASHINGTON:  Washington caminaba pero sin rumbo. Extrañaba Montevideo, la ciudad que lo vio crecer. “Está fresco en Dublín” pensaba “y eso que es verano”. Quería estar en Pocitos, al sol y metido en el Río, caminar por la Rambla y mirar la línea de edificios que interrumpía el horizonte.

Pero bueno, estaba en Irlanda y más precisamente en Dublín. Había pasado por otros países, antes de llegar aquí. Había sido “seguridad” de una discoteca en Barcelona, pero se había ido cuando lo invitaron a dejar el trabajo por haberse excedido al golpear a un “junkie” que no paraba de insultarlo haciendo referencia a su calidad de latinoamericano. Todavía podía sentir la sangre que brotaba de la nariz del español luego de la trompada que le había propinado mientras el drogadicto no paraba de decirle que lo iba a devolver a su país sudaca. Luego, un problemita similar en un bar de Salamanca, esta vez con un compañero de trabajo y un nuevo éxodo. Aquí, al fin la paz, la cual tenía su precio.

Nadie hablaba español, pero al menos nadie lo llamaría “sudaca”. La última mujer que había intimado con él había sido una chica ecuatoriana cuando aún estaba en España, y esta fresca noche dublinesa la hacía añorarla y necesitar un poco de calor humano.

Se dirigió al Hostel, sin ganas, pero con la necesidad de no sentir tanto frío en la piel. Al menos la cama cucheta que ocupaba le daría algo de calor y le haría descansar sus cansados pies. Se bañaría al día siguiente, se dijo. Se despojó de sus ropas y se metió en la cama. El sueño no tardó en llegar.

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Leila, así se llamaba la chica ecuatoriana lo llamaba desde el otro lado de la Avenida 18 de Julio. El sol calentaba las veredas y a los transeúntes. Aquí no había esa molesta y constante llovizna que humedecía todo a su paso.

Washington volvió a sonreír después de mucho tiempo. No se preguntaba que pasaba ni como había llegado allí. ¿Para que pensar? Solo vivir el momento, eso era lo que quería hacer en este preciso instante.

Bajo a la calzada para cruzar y en eso se detuvo un micro que le impedía ver al otro lado de la avenida. Del ómnibus bajaba mucha gente, lo que lo hizo impacientar. Cuando parecía que el ómnibus iba a arrancar nuevamente una persona que nunca había visto se dirigía hacia su persona con paso decidido. Algo andaba mal. El paso era firme y en esa cara no había una sonrisa, sino más bien ira, odio. El hombre llevaba un piloto gris, y un brazo cruzado debajo del mismo, cuando estuvo tan cerca de Washington que éste podía hasta sentir su fétido aliento, el hombre del piloto extrajo una ametralladora y sin mediar palabra le apuntó directo al pecho. Washington no tenía escapatoria, sin saber porqué, este era su fin.

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Dublín, año 1946:

Ya habían colgado a William Joyce en la prisión de Wandsworth por traición, y Dublín se preparaba para recibir a Walt Disney quien llegaba desde el otro lado del océano.

El último pasajero que había hecho el check-in en el hostal dublinés regenteado por Jim Kavanagh había hecho todo lo posible para disimular que era alemán. Pero indudablemente no podía lograrlo. Su acento era delator, así como sus rasgos. El baúl con el que había llegado pesaba una tonelada y ese piloto gris que traía así como su rostro iracundo y miserable lo hacían parecer un herido de guerra.

El extranjero le dijo a Jim que necesitaba su sótano, que otro pasajero del vuelo de Aer Lingus en el que había llegado de Paris, le había dicho que tenía una habitación en el sótano y que dado que sufría mucho de frío, necesitaba esa habitación. A Jim le parecía más que extraño, o al menos particular, el pedido.

Jim no quería dar esa habitación a alquilar ya que la utilizaba cuando Rose se escapaba de su casa para verlo y así pasar una horas junto a él. El extranjero del piloto gris insistió y de su piloto extrajo una bolsa con diamantes tan brillantes que casi dejaron ciego a Jim. El dueño del hostal no daba crédito a sus ojos, pero la oferta le parecía aún más extraña que el propio oferente.

El negocio no andaba bien. Con pocos turistas estos días después de la segunda gran guerra. Muy poca gente llegaba a la ciudad. La gente prácticamente se dedicaba a reconstruir sus vidas, sus casas, sus posesiones. Jim enseguida entendió que el valor de los diamantes que le daba el extraño alemán podía hacerle pasar varios años sin trabajar.

A pesar de la desconfianza que le generaba el hombre del piloto gris, accedió. Le dijo que para llegar a la habitación del sótano debía pasar dos puertas cerradas con candado y que no le garantizaba que dicha habitación fuera la más cálida para el frío invierno de Dublín.

El extranjero insistía y no quería escuchar razones. Luego de unos minutos, Jim accedió y le dio las llaves de la habitación al extranjero. El se quedaría con las llaves de los candados de las dos puertas de acceso anteriores y que daban a escaleras oscuras que descendían hasta el sótano.

Al día siguiente y ya olvidada la situación vivida con el extranjero el día anterior, Jim leía tranquilamente el diario The Irish Times hasta que algo llamó poderosamente su atención. -“Nuevamente una sorpresa vinculada con el extranjero”- pensó.

El artículo del Irish Times versaba sobre la historia de un oficial nazi que había escapado y había llegado a Dublín buscando huir de los juicios que se llevaban a cabo en Nuremberg. No se conocían mayores datos de su paradero, pero sí se sabía que había sido un alto oficial que había enviado a miles de personas a las cámaras de gas del régimen.

Jim supo que el extranjero que tenía en su sótano era el nazi.

Al principio no supo que hacer, pero sólo por unos instantes.

Un natural impulso precipitó su decisión, lo transformó en un ser sin raciocinio.

El Hostal no dejaba ganancias y sólo le traía dolores de cabeza.

Corrió a cerrar las cerraduras exteriores de las dos puertas de acceso a la habitación del sótano. “No hay forma que nadie pueda escapar de allí” pensó.

Nadie escucharía si alguien gritaba desde el sótano, ya que las dos puertas de roble de quince centímetros de espesor y el laberíntico pasillo escalinado de 20 metros apagaría cualquier sonido.

Puso el cartel de “Closed” en la puerta de acceso al establecimiento y corrió a avisarle al único pasajero del hotel que ese era el último día del Hostal, por lo que debía dejar el alojamiento, devolviéndole parte de lo que ya había abonado.

Presuroso, se dirigió al negocio inmobiliario que se encontraba a cien metros de allí para avisar que vendía el hostal y que les dejaba las llaves hasta que encontraran comprador. El gerente de la inmobiliaria, le dijo que no era una buena época para vender propiedades ya que no había compradores en todo Dublín desde hacía meses.

A Jim no le importó. Le dijo que le firmaba el permiso de venta y le dejaba las llaves de la propiedad y cuando apareciera un posible comprador le avisara. Tom, el hombre de la inmobiliaria, le dijo que recién en una semana podría ir a ver el estado de la misma y le agradecía la confianza depositada, pero justo en ese momento debía viajar a LImerick a ver a su esposa quien quedó internada en un hospital en el interín que realizaba un viaje para visitar a su madre.

Jim, quien sabía de este hecho, le dijo que no había prisa alguna, él había cerrado muy bien el establecimiento y nadie entraría ni querría entrar.

El cadáver de una persona, presumiblemente alemana y oficial nazi así como numerosos elementos suntuarios, de oro y piedras preciosas fueron encontrados ocho meses después que Jim le dejara las llaves a Tom, y cuando un comprador rompió las cerraduras que llegaban al sótano del establecimiento para instalar nuevas calderas en el sótano de la propiedad del antiguo hostal.

La noticia recorrió Dublín como reguero de pólvora. El oficial nazi había estado prófugo y había muerto de inanición con su uniforme puesto, un piloto gris, un revólver  y una ametralladora descargada bajo el mismo.

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